Por CARLOS POLIMENI
Eso pasó hace unos poquitos días y Fito ha estado usando la imagen para hablar de Abre (pequeña teoría sobre el fin de la razón), que pasado mañana empezará su historia pública y estará en tu disquería amiga. Una noche, más o menos próxima a ese día en que se vio para atrás y no se gustó nada, Páez, bebé Martín en brazos, puso en la comodidad nocturna de su departamento frente al Botánico el último disco de Charly García, Demasiado ego. Lo que le ocurrió no puede ser explicado del todo, y desde James Joyce hasta aquí suele repetirse el recurso de llamar epifanía a sensaciones como ésta. Pero lo concreto es que si esa escena hubiese sido filmada, y encontrada por él dentro de ocho años en un archivo, le devolvería de sí una imagen hermosa, la del otro lado del opinólogo patético. En esa escena, está escuchando canciones que construyeron su sensibilidad de preadolescente, con una personita de menos de dos meses mirándolo a los ojos. ¿Alguna vez te miró un bebé a los ojos? Fito tiene los ojos y el alma llena de lágrimas. Suenan “Música de fondo para cualquier fiesta animada” y “El show de los muertos”, las canciones de Instituciones (1975) que Charly incluyó en el disco, y nada del mundo real llega hasta acá adentro. En un lento carnaval en cámara lenta, blanco y negro, se cruzan por su mente imágenes de sus propios padres, de sus tías y abuelas, de toda esa gente que el tiempo se llevó por la fuerza. Las imágenes no son tristes, sino de una dulzura infinita. Martín, el bebé que acaba de adoptar junto a Cecilia Roth, no deja de traspasarlo con sus ojitos, totalmente conectado con una emoción que desconoce, pero que un día también será la suya. Si fuese el androide de Blade Runner y estuviese a punto de morir en una terraza, Fito elegiría una de estas imágenes para llevarse al sueño eterno. La paternidad ayuda a encontrarle sentido a la vida.
Fito todavía no cambia pañales, pero es clave en la ceremonia del baño. Todo ha ido haciéndose minimal desde que hay un bebé en casa. Abre, que estuvo listo antes de Martín, parece el fin de un camino hacia atrás de un músico demasiado inquieto como para permitirse la facilidad, aunque varias de sus canciones parezcan fáciles. Fito ha estado en crisis toda su vida de artista: cuando su talento inclasificable era novedad, porque siempre los números le jugaban en contra; cuando los números le jugaron a favor, porque su inclasificable talento se había convertido en un lugar común. La falta de reconocimiento le pegó mal, pero la fama también le pegó mal. Chequear, si no, el desafortundado tema “Soy un hippie”, de Circo Beat. Env toda circunstancia, Páez se ha puesto todo eso al hombro para hacer canciones. Ha sido de esos jugadores que todo el mundo quiere tener en sus equipos, ésos que juegan de local y de visitante, ganando o perdiendo, haya o no plata o televisión. Y muchas de esas canciones –Páez ha grabado casi 200– son parte de la banda de sonido de los 80 y los 90, en un proceso que nadie controla, ni puede. La sociedad lo ha decidido así, como ha decidido archivar temas que fueron éxitos y hoy ni son nostalgia, como “Lambada” o “Bamboleiro”.
La crisis personal de verse omnipotente y mesiánico en viejos programas de televisión o antiguas notas de diarios puede funcionar como ilustrativa de otras, previas. ¿Cuántas veces quiso dejar de tocar en público? ¿Cuántas se cagó en los críticos? ¿Cuántas desarmó bandas? ¿Cuántas amenazó irse del país? ¿Cuántas se sintió, como Caetano Veloso, un suizo en Brasil? ¿Cuántas se levantó destruido, mascullando que no es buena la mezcla? ¿Cuántas peleas, no públicas, tuvo como la que tuvo con Joaquín Sabina? “La fama es muy jodida, muy turra”, susurra. “No tiene gusto, no tiene olor, no tiene espesura. La fama es una mierda. Pero hay que haber egresado de la fama para darse cuenta. A algunos les interesa ese lugar. A otros no. A mí me dejó de interesar después de conocerla.” La fama en la Argentina es como una fama de tango. Una mina deseable pero jodida, que no se disfruta cuando se tiene, pero se anhela entre suspiros. La fama es un afano.
Abre funciona como un resumen de la carrera de Páez, que grabó su primer disco solista (Del ‘63) en 1983. Once de sus temas serían atribuibles a cada uno de sus once discos anteriores. El restante (“La casa desaparecida”) es un brulote rapeado de once minutos de extensión que parte el disco en dos –de hecho está ubicado a la mitad– y funciona como comodín: podría ser tanto la canción de un disco que nunca salió como la de uno que está por venir. “Al lado del camino”, el híper Dylan tema de difusión, bien pudo haber sido de Ey!, pese a que es un ajuste de cuentas con el estrellato y tiene un toque Joaquín Sabina en la lírica. “Dos en la ciudad” es re-Giros, y de hecho parece la continuación de la historia de “11 y 6”, sólo que pasado el tiempo. “Habana” es Tercer mundo. “Es sólo una cuestión de actitud” cabría en la furia de Ciudad de pobres corazones. “Tu sonrisa inolvidable” en El amor después del amor. “Desierto” en Circo Beat. “La despedida” en Del ‘63 y “Ahí voy” parece un robo cariñoso al “Resumen porteño” de Luis Alberto Spinetta en La la la. “Yo me di cuenta de esto cuando terminé el disco, es bastante casual”, admite Páez. El disco empezó con 43 canciones y el proceso de reducción lo dejó en doce. Parte de lo que quedó afuera es una serie de canciones oscuras, producto de una intoxicación de textos y poemas de Osvaldo Lamborghini, el ¿maldito por excelencia? de la literatura argentina contemporánea. Éste es un trabajo con el síndrome Martín a cuestas, aunque el bebé no esté nombrado. Por eso empieza con “Abre”, una ventana enceguecedora de luz, y termina con “Buena estrella”, donde dice: “Nos veremos en la cárcel o en conciertos / yendo atrás de algún perfume de mujer / ya nos vemos en el siglo veintiuno / una buena estrella viene con él”. Nada pega menos con una epifanía paternal que el cuento “El niño proletario”, de Lamborghini. “Me enredé mucho con Lamborghini en la cama”, plantea Páez con humor, “y me fui a la mierda, todo oscuro. Yo sé bien de qué se trata la oscuridad, y no quiero transmitir eso, plantarme desde ahí ahora. Abre es exactamente lo contrario”. Páez dice que esas canciones podrían ir a parar a un disco más barroco, que podría llamarse La mirada perdida. Pero nunca se sabe. Acaso sea como Novela, un proyecto de disco y película que se quedó dando vueltas en torno a su aura de artista maldito, antes que lo cogiera el éxito, cuando los 90 eran tempranos.
Lo del éxito no son sólo palabras. A fines de los 80, Fito era para el público una de las figuras más importantes que había consolidado el rock & pop nacional tras el retorno de la democracia, pero para las discográficas era apenas un artista de catálogo. Es decir, lleno de buenas críticas pero de números flojos. La la la, Ciudad de pobres corazones y Ey!, por ejemplo, vendieron muchísimo menos de lo que EMI esperaba, y EMI estaba cansado de esperar. El sello de los Beatles y Carlos Gardel le devolvió el contrato, deseándole suerte. Lo dejó libre. Lo sacó de su equipo. Páez se deprimió. Amenazó con irse del país. Se separó de Fabiana Cantilo. Pero ni por broma dejó de hacer canciones. Todo eso estaba dándole vueltas cuando salió Tercer mundo, su primer disco para Warner, y lo presentó en vivo mientras vivía en una casa a medio construir, lavaba sus propias medias y le picaban las ladillas. Después, Cecilia, El amor después del amor y la friolera de casi 700 mil discos vendidos, la mayor cifra de la historia para artista alguno argentino, acaso irrepetible. Dos años más tarde, Circo beat y la sorprendente aparición de una biografía, que financió y corrigió. Fito convertido en psicodélica star de la mística de los pobres, creyéndose en condiciones de una pelea conceptual con Menem, dando recetas por televisión. Fito perdido, capitán Beto de la Nada, lejísimos de la gente, creyendo representarla. Casi como un político. Euforia, un grandes éxitos con la joya –que no todos vieron– de “Cadáver exquisito”, y Enemigos íntimos fueron discos de transición, de modo muy notable. Alguien que estaba nuevamente al borde, aunque desde arriba. Violencia es mentir.
El cerebro le hizo track varias veces, de ahí en más. El nuevo disco intenta dar testimonio de eso. “Intenta decir: muchachos, estamos en esta mierda, en esta situación delicadísima, pero aun así nos interesa seguir construyendo un lugar. Aún existe la Argentina, nuestro barrio, nuestra casa. Y en todas partes las cosas son parecidas. Entonces... ¿qué hacemos con esto? Cuando escribí el que ahora es el tema de difusión estaba un poco enojado. Ahora no lo estoy tanto.” Ahora está Martín. Por eso el disco comienza con el nombre que le da tema, escrito “en un momento maravilloso de soledad, en una playa de México, viendo el cielo impresionante, diciéndome qué maravilla estar en el mundo, después de todo”.
En “Al lado del camino” se escucha a Páez-Dylan diciendo: “En tiempos donde nadie escucha a nadie / en tiempos donde todos contra todos / en tiempos egoístas y mezquinos / en tiempos donde siempre estamos solos / habrá que declararse incompetente / en todas las materias de mercado / habrá que declararse un inocente / o habrá que ser abyecto y desalmado. / (...) No es bueno hacerse de enemigos / que no estén a la altura del conflicto / que piensan que hacen una guerra / y se hacen pis encima como chicos / que rondan por siniestros ministerios / haciendo la parodia del artista / que todo lo que brilla en este mundo / tan sólo les da caspa y les da envidia”. En “Abre”, Páez-Sakamoto musita: “Abre el rito de la fe / abre el riesgo de perder / se abre sólo mi ataúd / abre el plexo en una cruz / abre drogas, abre amar / abre besos, abre andar / abre hablar, abre callar / abre el pulso del lugar / abre hacer e imaginar / abre nunca interpretar / abre toda sensación / abre música y color / abre el fin de la razón / abre un poco de piedad / abre toda inmensidad / se abre el mundo ante tus pies / abre todo sin querer”. Pero la aduana del disco es, sin duda, “La casa desaparecida”, que viene luego de la preciosa canción a la Donald Fagen “Dos en la ciudad” y de “Es sólo una cuestión de actitud”. El título de “La casa desaparecida” se le presentó como si se tratase del de un cuento fantástico, y la canción es un intento monumental: contar la historia de la tragedia argentina, desde adentro, en un juego de libres asociaciones, con una dosis de Lamborghini. Dura más de once minutos, lo que obliga a suponer que no será muy pasado por radio y que cansará a más de un oyente. Es uno de esos típicos temas que encantarán a los fans de Páez, dejará afuera a muchos de los que no lo sean y cosechará adhesiones de quienes lo descubran, lejos de los pre-juicios. También es una canción muy post: de final de siglo, de final del menemismo. Empieza con un dato generacional –”Madre, ponme en la chaqueta las medallas / los zapatos ya no me los puedo poner / mis dos piernas se quedaron en Malvinas”–, y avanza hacia una síntesis de la historia de oposiciones y rivalidades deun país que se soñó de una manera, y se despertó de otra, y así una y otra vez, una y otra vez, hasta acostumbrarse a su esquizofrenia:
“Entre Rosas y Sarmiento, Don Segundo y Martín Fierro / la barbarie y los modales europeos / el país de los inventos, Maradona, los misterios del lenguaje / metafísico del gran resentimiento / bienvenidos inmigrantes a este paraíso errante”. Argentina contada como una pesadilla circular y recurrente, que se dispara siempre hacia el realismo mágico, hacia el fin de la razón: “Los cadáveres se guardan o se esconden en el río / en palacios de memoria ensangrentada / y tenemos pijas grandes, largas como mil facones / la bandera enloquecida, maten a los maricones / que los hombres van de putas para sentirse varones”. Argentina cruzada por medio siglo largo de peronismo: “Siempre el padre omnipresente de mirada contundente / que escondía un seductor muy asexuado / gracias Papi por las flores, por las reivindicaciones / vos sabés los hijos nunca te fallamos / y si Mami aún viviera, hoy sería jardinera / en el cementerio club de las pasiones”. Argentina de gente armada y Gaticas: “Yo que nunca anduve en nada, nunca me metí en política / simplemente fui un muchacho hedonista / y chiquitos y chiquitas inocentes con un arma / por el odio más brutal descuartizados / el más fuerte penaliza, pega duro, te hace trizas / nada personal, naturaleza humana / los poderes organizan cuál será la repartija de los bienes de la época. / Nadie se puede salvar, nadie se puede salvar”. Argentina, el país de las falsas maravillas: “Argentino hasta la muerte, la patilla de Facundo recortada / de la gente, de las caras / y seguir comiendo mierda, cada día, cada noche / y explicarle al mundo entero nuestra nada de la historia / universal de la Argentina ensimismada / y encender con la birome palabritas en el cielo / en el campo las espinas y en el centro de mi pecho hay un bicho que camina / hoy la casa de mi infancia ya no existe ni hace falta, / yo la llevo bien dentro de mis entrañas / toda llena de colores y de desapariciones / muy tempranas, muy profundas, muy amargas”. Argentina, un dolor, un olor, un terror, un hedor compartidos: “Argentinos, argentinos,/ qué destino, mi amigo / nadie sabe responder / (...) Argentina, Argentina / donde todo es mentira / Argentina, la desaparecida”.
Fito cree que hay otra Argentina desaparecida, cuya potencia fue arrasada por la primera de las décadas infames, la del 30, en la que el delirio creativo hacía soñar un destino de primer mundo, construido en una lucha mano a mano contra la barbarie constitutiva. La Argentina de vanguardia intelectual de Roberto Arlt, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Carlos Gardel, Xul Solar, Juan Carlos Paz, los González Tuñón, Leopoldo Lugones, Macedonio Fernández, Witold Gombrowicz, Victoria Ocampo. “Tipos que no respetaban ninguna ley, y estaban contentos de eso, que no se pensaban argentinos. Ahí se fundaron cosas muy disparatadas, muy locas. Arlt escribe Los siete locos cuando Fritz Lang filma Metrópolis, son dos tipos del mismo palo. Después, empezó el rollo del nacionalismo, y casi todo fue decadencia”. Una Argentina que incluso desapareció de los libros de la historia, en que quedaron políticos que sólo son nombre de calle, letra muerta, bronce al divino botón. ¿Por qué hay una calle Uriburu y ninguna calle Macedonio? Tal vez por eso, que no cabe en una canción, Rodolfo Páez reivindica, desde la pertenencia, la no pertenencia.
¿Por eso no escribe de vos, sino de tú, de tal manera que las letras parecen de un madrileño, más que de un rosarino? Fito casi que se pone colorado con la pregunta. “No sé... Supongo que escribo como hablo, y que en los últimos años pasé demasiado tiempo en Madrid. Casi no hablo de vos. ¿Está mal?”. Dos de las canciones del disco, “Tu sonrisa inolvidable” y “La torre de cristal” son madrileñas. “Habana” es una declaración de amor a la Cuba de Fidel Castro. “La despedida”, una forma de nostalgia de un treintañero muy avanzado sobre un amor de 1983, cuando todo parecía el principio de algo mejor y las calles estaban llenas de gente. Es la primera canción en la historia de Fito grabada sólo con piano y voz. Menos es más, en este caso. Y, en el cierre, “Buena estrella”, dominada por el estribillo-Dylan Times are changing repetido como una plegaria, Páez da pasto a las fieras, al mencionar que tal vez su voz suene desafinada.
A casi nadie se le escapa que el nuevo trabajo de Fito sale casi en el mismo momento histórico en que fueron lanzados al ruedo Honestidad brutal, el brutal doble de Andrés Calamaro y Bocanada, el primero solista de Gustavo Cerati, con quienes integra la tríada de grandes compositores de canciones aportados a la historia global por la década pasada, los únicos que en ese nivel pueden tutearse con García-Spinetta.
¿Qué te pareció el de Calamaro, que también tenía como 40 temas, y los puso todos?
–Andrés es un enorme compositor de canciones, que con poco logra mucho. Un tipo que con tres pinceladas hace un cuadro, y el cuadro es bueno. Es el gran autor pop argentino, definitivamente. Somos muy diferentes, pero me gusta mucho cómo canta, cómo resume, el mundo de guiños de sus canciones. Me gusta cómo trabaja con cuatro o cinco acordes. Su desprolijidad. No le interesa meterse con las armonías pero sí cantar bien, meter un chiste pícaro en una canción, que esa canción sea sexy. Es un Artista, con mayúscula, y todo eso está en Honestidad brutal.
¿Andrés canta mejor que vos?
–Puff, mucho mejor. Es un cantante en serio.
¿Y el de Cerati?
–Es un disco increíble. Buenísimo. Lleno de aventura, de colores exóticos, muy nuevos, de cambios, de rítmicas poco utilizadas en el rock o el pop argentinos. Se nota que ha trabajado obsesivamente. Es un disco sin un compás de más, con todo puesto en un lugar pensado. Se nota que es un disco con decisiones importantes. Me da orgullo ser parte de una generación que tiene a Cerati y a Calamaro. Y eso es parte de una línea evolutiva que, sí o sí, empieza con Nebbia, García, Spinetta, Moris y compañía.
Cerati también canta sin desafinar.
–¡Cerati es un cantante de puta madre! Gran, gran, gran cantante. Creo que inclusive podría cantar lírico. Se va a reír cuando lea esto, pero yo siento que es un tipo que tiene los recursos necesarios para cantar lírico, si quiere.
¿Podés comparar los discos entre sí?
–El mío es otro espacio. Son tres lugares diferentes. A mí me enrollan otras cosas, ellos son más tipos de la música, con sus influencias en la música. En mi caso, y esto se nota mucho, en todos los discos, voy dando cuenta, a veces en caliente, de las lecturas, de las películas, de los pensadores e incluso de las discusiones que me van impresionando. Cuando me enrollé con los acordes expandidos o con la música contemporánea, con intentar aprender a cantar con una orquesta, se notó mucho. Ahora me pasó con Lamborghini. El cuerpo de mis canciones suele estar afuera: hay una manera de narrar, un mundo de citas, unos personajes, que intentan dar cuenta de un mundo cultural que no pasa por la música excluyentemente. Hay canciones como cuentos, como “El loco en la calesita” y “11 y 6”. Y después, claro, una obsesión por contarme. Para mí, que soy narciso, como cualquier artista, es difícil quedar afuera de la canción. Incluso quedarme afuera sería una forma de contarme, ¿no? Yo creo que en los tres discos hay una impronta generacional. Y no dejaría afuera de los grandes lanzamientos el disco de Charly, que es un gran-gran disco.
Es como un disco reivindicatorio...
–A mí me pegó mucho en el balero. Charly casi siempre me pega. Me pasó lo que me pasó, escucharlo con Martín e iluminarme. Escuchar ahora “El show de los muertos” me explica por qué me interesaba tanto Charly a los quince años. La música es monumental. Pero aparte ¡estaba contando lo que pasaba, y sobre todo, lo que estaba por pasar, y lo hacía con una alcurnia musical y poética insuperable! Que haya puesto en Demasiado ego estos temas, después de la tontería esa que se le ocurrió con los helicópteros, de algún modo resignifica todo. “Tengo los muertos todos aquí, / quién quiere que se los muestre / Uno sentados, otros de pie / todos muertos para siempre. / Elija usted en cuál de estos muertos se puso a pensar”. Increíble. Y después, “Música de fondo para cualquier fiesta animada”... genial. “Había una vez una casa / con tres personas en una mesa / una en inglés la otra hablaba en francés / y la otra hablaba en caliente”. O sea, un postal posible de este país, la influencia inglesa, la francesa y la caliente: la mezcla del italiano con el español. Ojalá alguien escuche dentro de veintincico años un tema mío y llegue a pensar lo que a mí me dispara emocional e intelectualmente un gran tema de Charly.
¿Pensás que eso pasa menos, que hay como un vacío creativo, después de cincuenta años de rock en el mundo?
–El rock se muerde la cola cuando se piensa como un hecho moral, cuando cree que hay un decálogo sobre qué hacer y qué no, o cómo. Rock era la actitud de Wilde y rock era Orson Welles. El rock de receta pierde libertad. Y, cuando encuentra la gran contradicción del mercado no sabe qué hacer, se queda quieto. Marilyn Manson es bárbaro, pero es un chico de provincia, que hace rock para niños. Me encanta, pero eso ya lo hizo Black Sabbath, y lo hizo Alice Cooper. Está bien que Oasis repita lo que unos muchachos de Liver-pool hicieron casi cuarenta años antes, si tienen emoción y tacto. Eso es ser libre: tengo estos elementos nuevos, pero me interesan aquellos viejos. Es una decisión estética. Sin embargo... Acabo de ver en Miami un grupo que se llama El Sargento García, que mezcla jazz, salsa, djs, humor y rock, y me encantó. Pero, la verdad, es que no veo nada que tenga sobre la escena el poder de influencia de Prince o el rap hace quince años. Estoy un poco perdido al respecto. A lo mejor tengo una formación muy romántica y me siento estéticamente más cerca de autores con formas que guarden ciertos límites. Ahora no hay nuevos, acaso porque las modernidades siempre apuntan a la destrucción de esos artistas. A mí me gusta buscar un tipo de música... no sé, por decirlo brutalmente, más cerca de Elton John que de Prodigy.
Fito no escribe canciones sino para sí mismo, por más que pueda dedicarlas. No elige sus temas de difusión. No tiene demasiada idea de a que público le llegará Abre o cuánto retendrá de los millones de compradores de sus discos anteriores. Sí sabe que tiene un público de varias generaciones, en cuyo centro está la gente que se crió escuchando a Charly, Spinetta, Serú Girán, Soda, Los Abuelos, Virus, Calamaro. “Gente que fue cambiando, a la que ignoro y quiero a la vez. A lo mejor un fan mío del ‘92 ahora tiene dos pibes, una familia y problemas en el laburo, y ni en pedo tiene la atención centrada en que Fito Páez saca un disco. En el fondo, pienso que es más saludable para todos. Lo comprará, o se lo conseguirá, sólo si está bueno, si le pasa algo con eso. Soy un tipo que necesita mucho completarse en el otro, pese a que puedo no pesar en él. Necesito un público, y mirarlo a los ojos. Pero después me canso”.
Hace muchos años que no tocás
en vivo.
–Ése fue uno de los cracks de esta década. El momento en que todo había perdido sentido, y yo era un tipo que opinaba en televisión sobre el tema que viniera, y en serio. Tenía poco humor y tolerancia cero, estaba metido en el centro de una empresa que dependía de que yo saliese de gira y llenara estadios. El momento del quiebre fue cuando me di cuenta de que sólo estaba trabajando por los demás, o para los demás, que había cuarenta familias que dependían de un sueldo, que a su vez dependía de mí, y que el resto lo hacían los medios. El día que entendí eso, que era una estrella de rock que se tomaba cuatro copas de más y perdía la cabeza, comprendí que me había convertido en aquello que no había querido ser. No me gustaba, y estaba angustiado, en lugar de feliz. Eso era la fama. Y me bajé. Me puse al lado del camino. Ahora soy un tipo que hace canciones.
Eso mismo dice en el tema que está sonando hace dos semanas en las radios: “Yo ya no pertenezco a ningún ismo / me considero vivo y enterrado / yo puse las canciones en tu walkman / el tiempo me puso en otro lado (...) / Yo era un pibe triste y encantado / de Beatles, caña Legui y maravillas / los libros, las canciones y los pianos / el cine, las traiciones, los enigmas / mi padre, la cerveza, las pastillas, los misterios el whisky malo / los óleos, el amor, los escenarios / el hambre, el frío, el crimen, el dinero y mis 10 tías / me hicieron este hombre enreverado. / Si alguna vez me cruzas por la calle / regálame tu beso y no te aflijas / si ves que estoy pensando en otra cosa / no es nada malo, es que pasó una brisa / la brisa de la muerte enamorada / que ronda como un ángel asesino / mas no te asustes, siempre se me pasa / es sólo la intuición de mi destino”.
Times are changing: los tiempos están cambiando. Y Fito ya no siente arcadas cuando se mira.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario